Como todo provinciano, cuando voy a Buenos Aires disfruto y padezco la Ciudad. Sigo pensando que es una de las capitales más hermosas del continente (del mundo, incluso), a la vez que lamento ver cómo es castigada de manera implacable por el constante y ya longevo maltrato gubernamental y ciudadano.
Durante la reciente Noche de los Museos visité, digamos que azarosamente, la casa de Alfredo Palacios (18871965), sobre la calle Charcas al 4700, en el viejo barrio de Palermo, para mí sin aditamentos colonizados. Y me impactó el tesoro que hay allí y que los porteños no miran, niegan o prefieren olvidar dejando que la enorme casona se deteriore hasta el punto en que no es exagerado decir que allí la Historia duele.
Es cierto que no es el único solar abandonado de Buenos Aires, pero sirve como otro ejemplo de la desidia argentina: la municipal ni se diga; también la nacional.
Esa misma mañana había leído en los diarios que ahora habrá bares en las plazas de Buenos Aires. Lo que puede ser muy lindo en algún caso, como sucede en algunas bellas capitales del mundo, pero que acá, ya sabemos, es presumible que acabe desatando una invasión de boliches sobre el espacio público, con la consiguiente tala de árboles añosos, remociones de estatuas y otras calamidades.
Y hubo otra decisión también votada: levantar los adoquines de centenares de calles porteñas. No dicen cuántas, claro. Dicen las que van a conservar pero no dicen cómo ni dónde. Y también en esto duele la Historia, porque esos mismos diputados votantes son capaces de admirar en Europa, cada vez que van a Europa, cómo allá los adoquines tienen siglos y no se tocan.
Y encima también votaron esas decisiones legislativas varios diputados del Frente para la Victoria, y los de Pino Solanas, vaya uno a saber en base a qué pactos inconfesados que producen ese rancio olorcito a canje de votos, a negociaciones espurias, acaso a coimas. Y todo, es de suponer, en beneficio de los amigos de Macri, que ya sabemos que son fieras para hacer negocios con las obras públicas gracias al beneplácito para mí inexplicable de la mitad de los porteños/as que los votan.
Qué pena esa ciudad que fue deslumbrante y orgullo nacional. Mejorada con algunas obras como los túneles bajo rieles, es verdad, pero tan sucia y de veredas rotas como desinteresada de su historia impar e irrepetible. Esa que vi la otra noche, en la casa de Alfredo Palacios, prócer del siglo XX, político ejemplarmente honesto e irreprochable, primer diputado socialista de América y autor de las primeras y algunas aún vigentes leyes en favor de los trabajadores, las mujeres y el trabajo infantil.
Excéntrico y brillante, en la casa donde vivió toda su vida Palacios dejó más de 20.000 libros, todos leídos y subrayados. Hay decenas de armarios y cajas con toda su vasta correspondencia, y ahí están sus manuscritos, borradores, artículos, recortes y apuntes que nadie ha visto, que son parte fundamental de la Historia Argentina del siglo XX y que se deterioran por la acción del tiempo y la humedad.
En tres plantas, cuyo estado da ganas de llorar, con paredes descascaradas y agujeros en el techo, están su cama y sus muebles en estado deplorable, y están todos sus títulos apolillándose, entre ellos el de presidente de la Universidad Nacional de La Plata. Ahí está un siglo de la vida de este país. Ahí está la vida toda del viejo luchador que vivió y murió legislando en favor de las mejores causas, y que fue uno de los porteños más ilustres de todo el siglo pasado y al que mi padre –y seguramente los padres de muchos lectores de esta nota– respetaba y leía con esperanza.
Todo eso es sostenido, hoy, gracias al esfuerzo de media docena de voluntarios que cuidan esa casa y hacen lo que pueden, que es muchísimo pero insuficiente. Son los héroes anónimos de la Fundación Alfredo Palacios, que no tienen un mango pero a la que encima ahora el Gobierno de la Ciudad le reclama una enorme deuda por ABL.
La fundación está presidida por un tipo excepcional, el veterano laboralista Pedro Kesselman, quien en un momento me pide, con la voz quebrada, “escriba algo, por favor, a ver si alguien nos escucha”. Y acá está lo que me parece que hay que decir: que ya es hora de que los políticos despierten y valoren el espacio público argentino. Que ahora es esta casa centenaria, pero es también la casa de Evaristo Carriego que acaban de salvar de la demolición, y es el Parque Lezama y son decenas de monumentos, casonas y archivos, todo eso que conforma la Historia Argentina con mayúsculas.
Parece mentira que en una ciudad monumental y preciosa como Buenos Aires no haya dirigentes que se pongan al hombro la preservación sistemática y congruente de los espacios públicos, los tesoros históricos, los archivos y las casas señoriales de los tiempos en que se fundó la república. Parece mentira tanta desidia y necedad, que no son sino manifestaciones de la profunda ignorancia de algunos gobernantes y legisladores.
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