A fin de año, Cristian Ritondo armó un escándalo tan penoso para dejar sin renovar la ley 2548 que terminaron con un feo amparo. Ya en el verano llamó la atención que el gobierno porteño no apelara la medida cautelar, un evidente cálculo político. Se ve que no quisieron contar más con las “habilidades” de Ritondo y fueron por atrás para golpear en el centro exacto del sistema, esa institución tan tímida llamada Consejo Asesor en Asuntos Patrimoniales.
El CAAP era un sello de goma al que se echó mano para sacar de la ventanilla pura y simple los trámites para demoler el patrimonio. Lleno de funcionarios amigos de la industria –los del Ministerio de Desarrollo Urbano, los del disciplinado a los gritos Ministerio de Cultura, los de la Comisión de Planeamiento de la Legislatura– y de no-gubernamentales orgánicos, el Consejo nunca fue demasiado peligroso para los intereses especulativos. Pero jorobaba y, para peor, a comienzos del año pasado apareció Mónica Capano ocupando el asiento de otro sello de goma, la Comisión para la Preservación del Patrimonio Histórico Cultural porteño. Capano se tomó en serio el nombre de su entidad y entendió que su deber era defender el patrimonio histórico cultural de la ciudad, no los negocios inmobiliarios. Perdió muchas, ganó algunas, pero hizo algo imperdonable: ventiló la información de lo que pasaba.