Ningún gobierno porteño se lució, ni mucho menos, en poner límites a la destrucción de edificios patrimoniales para que alguien haga negocio, pero el macrismo llevó la pasividad al nivel de complicidad. No extraña, porque es un gobierno completamente armado por “profesionales de la industria”, con un ingeniero civil a la cabeza.
El resultado neto es que no hay leyes que permitan ordenar de una vez el tema y tampoco hay la menor intención de que la Ciudad tenga la capacidad de hacer cumplir sus leyes. Los inspectores son pocos, las multas risibles, los castigos flojos y sólo se para todo cuando muere alguien, porque interviene la Justicia. El único límite real es que no haya derrumbes con víctimas.
Con lo que los vecinos de esta Buenos Aires viven batallando para salvar edificios individuales, manzanas o sectorcitos de la “plancheta” del código, haciendo a la criolla y con pasión lo que debería ser planeamiento urbano y legislación. Amparos, presión y audiencias públicas terminaron siendo herramientas para estos vecinos movilizados que, pedacito por pedacito, están arreglando la Ciudad.