En estos días de furias y mal tiempo, mientras los sojeros argentinos retienen el grano esperando que el peso se devalúe, el Gobierno no se decide a refundar la Junta Nacional de Granos y en Nueva York es inminente el rechazo de la oferta a los fondos buitre –todo ello para alegría de Clarín y La Nación–, son muy pocos los compatriotas que se preocupan por el traslado de la estatua de Cristóbal Colón a Mar del Plata.
Lo que resulta un disparate doble: por un lado que se quiera quitar al navegante genovés que en 1492 inauguró nuestra historia moderna y nos trajo la lengua que hablamos –además de horrores y atropellos, desde ya, que la Historia viene juzgando– del hermoso emplazamiento donde está desde hace un siglo.
Y, por el otro, que el asunto no le importa a casi nadie, a pesar de que el magnífico monumento está donde está por donación de la colectividad italiana, la que más inmigrantes aportó a nuestra ciudadanía y de la cual desciende la mayoría de los argentinos de origen europeo.