El fallo de la Richmond, además del peso de haber sido dictado en la segunda instancia judicial –a esta altura estamos esperando que algún depredador apele una de estas medidas para que podamos tener un fallo del Superior Tribunal, aunque hasta ahora nadie se le animó a los supremos–, también evidencia una vez más la inacción y pasividad del poder ejecutivo en asumir sus obligaciones. Se llega a los estrados judiciales porque el gobierno porteño y en particular el Ministerio de Cultura no cumplen el rol que les exige la ley como custodios del patrimonio cultural y no ejercen el “poder de policía” que ésta les otorga para actuar.
Ese poder de policía, regulado por la Ley 1217, le permite a la subsecretaria de cultura “efectuar el secuestro de los elementos comprobatorios de la infracción” y “proceder a la clausura preventiva del/los locales y/u obras en infracción”.
¿Imaginan qué fácil y rápido hubiera sido todo si en lugar de que una diputada porteña y las organizaciones de ciudadanos presentaran un recurso de amparo, el Ministerio de Cultura hubiera actuado de oficio apenas se supo que la confitería estaba por cerrar? Al menos no habría desaparecido el mobiliario. Según Juana Marcó –bisnieta del arquitecto que construyó la Richmond– ya se llevaron los sillones Chester, las lámparas belgas de principios de siglo y las mesas de madera, tan características del histórico local de la calle Florida.