En la esquina de Perú y Belgrano se alza esa maravilla de piedras, cóndores, atlantes forzudos y techos verdes coronados con cupulines simbólicos que es el Otto Wolf. Quien alce la vista será recompensado con algo raro, los emblemas del Imperio Austrohúngaro, que lo encargó como embajada, oficinas comerciales y empresarias, y salón de exhibición de productos justo antes de la Primera Guerra Mundial. Para cuando el edificio estuvo terminado, el Imperio ya no existía, Austria era una república empobrecida y hacia el Este había una media docena de naciones nuevas.
Por añares y añares, el local de la planta baja del Wolf fue una ferretería industrial, pero hace tiempo que estaba vacío.
Recientemente y por iniciativa del defensor adjunto del Pueblo porteño Gerardo Gómez Coronado, se clausuró una obra sin papeles en el local. Lo de la falta de papeles y permisos es algo habitual en esta ciudad cuyo gobierno se niega
a controlar a la industria –por algo fue un vecino el denunciando y un ombudsman adjunto el que intervino–, pero en este caso es doblemente grave. Es que el Wolf es uno de los edificios de Buenos Aires, catalogado y querido por los porteños.