En Buenos Aires crece la cantidad de espectáculos pagos, gratuitos y a la gorra, que nutren el circuito de salas, cada vez más vital que funciona en tres sistemas (oficial, comercial y el off ). Tanto es así que a las distintas compañías se les complica conseguir salas y la cartelera presenta una variedad y dinamismo inagotables, muy poco frecuente en el resto del mundo.
En este contexto, la inauguración de un nuevo/viejo teatro es una noticia más que auspiciosa por las especialísimas connotaciones que la rodean. Es que vuelve el Picadero, en origen, allá por la década del 20 del siglo pasado, fábrica de bujías, y que 60 años después se convirtió en ámbito ideal para espectáculos. Allí, en 1981, 21 obras breves dirigidas por otros tantos directores, y representadas por más de cien actores, dieron lugar al fenómeno de Teatro Abierto que, al decir del dramaturgo Roberto Cossa, resultó intolerable para la dictadura militar, que había ignorado el teatro de compromiso en sus dispersas catacumbas, pero que se inquietó más de la cuenta cuando todos confluyeron sobre el entonces Pasaje Rauch (hoy, pasaje Santos Discépolo).
Las instalaciones del Picadero cobijaron en los 90 estudios de TV y su naturaleza teatral volvió a expresarse fugazmente, pasó de mano en mano y estuvo cerrado otra vez por largos períodos. La picota casi se lo lleva puesto cuando un nuevo emprendimiento inmobiliario estuvo a punto de engullírselo. Las gestiones de la ONG Basta de demoler y el aniversario redondo de los 30 años de Teatro Abierto el año pasado recordado frente a su fachada tapiada sirvieron para que se tomara conciencia de que un hito patrimonial de la ciudad, con honda significación histórica, podía ser arrasado. Y ese peligro fue conjurado.